• ¡A LA CALLE!


Recuerdo que con mi primer hijo, no quería salir ni a la puerta del edificio donde vivía en esa época.

Cuando mi hijo mayor tenía como seis días mi marido me pidió que lo acompañara por un café. Yo me negué. Aunque mi primer reacción fue "no podemos sacar al bebé".

Insistió con argumentos como que la cafetería estaba a una cuadras, que el bebé acababa de comer y que estaba mi suegra por sí despertaba.

Yo no estaba segura de irme, no sabía a ciencia cierta por qué, pero me generaba mucha ansiedad separarme del niño. Aclaro que no soy de esas mujeres que piensan que los nenes deben estar pegados a sus mamás hasta las 20!

Finalmente me convenció diciéndome que en lugar de tomarse el café en el lugar lo pediría para llevar. Acepté. Sabía que mi suegra no se iba a despegar del niño, que estaba en perfectas manos y que sí despertaba y lloraba ella sabría qué hacer.

Con un hoyo en la panza salí del departamento, nos subimos al auto y no habíamos llegado a la tercer cuadra cuando sonó mi celular, inmediatamente y antes de ver quién llamaba el corazón me dio un vuelco. Cuando me calmé pude contestar y darme cuenta que nada malo había pasado. Era una persona que llamaba para felicitarnos por el feliz nacimiento de la criatura.

En cosa de minutos llegamos al restaurante y ahí mi marido me dijo "me lo tomo rápido y nos vamos, ¿sale?, por qué no te pides un té", con nervios acepté.

Al cabo de media hora estábamos camino de regreso a casa. Subí las escaleras lo más calmada posible para disimular mi terrible ansiedad.

Entramos a la casa, mi suegra estaba en la recámara viendo televisión con el bebé dormido al lado, tal cual lo había dejado 45 minutos antes.

Dos semanas después del nacimiento mi suegra regresó a su casa y a su trabajo fuera de la ciudad y Gabo también así que llegó el momento de quedarme sola con mi bebé. Estaba A TE RRA DA.

Pues hice de tripas corazón y le entré con todo, lavar ropa (en la lavadora, claro), cocinar y levantar la casa, cosas que nunca habían sido mi actividad diaria. Además claro de darle de comer al bebé, arrullarlo y cambiarle el pañal a mi hijo.

Las primeras semanas lloraba a moco tendido tres veces al día. En esa época no había tuiter ni Facebook ni todas las amigas virtuales que hoy tengo para desahogarme.

Jamás se me ocurrió que otras mujeres podrían estar pasando por lo mismo o que ya lo habrían hecho. Nunca se me cruzó por la cabeza buscar un grupo de apoyo o hablar del tema con alguien. Todas mis amigas de la época eran solteras o casadas sin hijos.

Tampoco tenía toda la información sobre la crianza y la educación que hoy tengo, sólo mi instinto y la idea de que no podía ser tan malo esto de tener hijos.

Como no había tomado curso psicoprofiláctico tampoco sabía que era un proceso "natural" sentirse así.

No me cansaba ni me molestaba cuidar a mi bebé, lo pesado era hacerlo junto con las labores domésticas. Sabía hacer de todo, barrer, trapear, hacer de comer, meter ropa a la lavadora, tender la cama, etc. Pero nunca lo había visualizado como parte del paquete de quedarte sola con un recién nacido sin ningún tipo de ayuda.

Un día me cansé de llorar por los rincones y decidí que los trastes, el polvo en el piso, la cama destendida no iban a ir a ningún lado.

Entonces agarré a mi hijo, lo cambié, me quité mi eterna pijama, me pasé el cepillo y me puse un poco de brillo en los labios.

Finalmente después de poco más de una hora, había logrado salir a la calle con mi hijo sola por primera vez. Le llamé a Gabo y le dije que iba a comprar comida hecha.

Me fui caminando al centro comercial más cercano, me puse a mirar toda esa ropa que no me podía comprar en ese momento, los zapatos y las bolsas que tendrían que esperarme unos meses.

Pasé por la comida árabe preparada y regresé a casa caminando. A pesar de que la casa no estaba ordenada, yo me sentía feliz.

Rápido estiré la cama, lavé los pocos trastes sucios, cambié pañal, metí ropa a secar y llegó Gabo.

Comimos, regresó a trabajar y yo aunque de nuevo me quedé sola con mi bebé no me sentía triste ni abandonada.

Entendí por pura intuición que había que tomarse la cosas con calma, que querer abarcar todo era imposible y desgastante emocionalmente. Que se valía decir no puedo, no quiero, no sé cómo.

Poco a poco fui saliendo más seguido, poco a poco fui siendo más rápida al preparar las cosas para salir, poco a poco fui soltando cosas y poco a poco comencé a disfrutar al tope mi nueva maternidad. Incluso me iba al parque con la nena en la carriola nada más para disfrutar el día.

El encierro y aislamiento es lo peor que puede sucederle a una mujer que se estrena como madre. No se trata de andar en la calle todo el día, pero salir a caminar con todo el bebé en el fular, hacer ejercicio con el bebé en la carriola, tomar un café de una hora con una amiga. Son cosas que nos ayudan a no sentir que estamos en otra dimensión sólo por habernos convertido en mamás.

Ser mamás es algo que esperamos con ansias cuando sabemos que estamos embarazadas, no es justos tener que sufrir cuando por fin tenemos a nuestro bebé en brazos.


¡Ámonos a la calle!

2 comentarios:

  1. Recuerdo perfectamente esas primeras 4 semanas de transición. Es muy fuerte el cambio mental, físico, emocional, de convertirte en una mujer a una mamá, donde tu corazón ahora está siempre donde tu hijo esté. Yo tampoco quería salir y no sabía si sentirme bien o mal, lloraba a escondidas, pues me daba pena que pensaran que no estaba feliz por haberme convertido en mamá, cuando tan sólo estaba pasando por una depresión taaaan normal. Nadie te anticipa lo que vivirás las primeras semanas, pero ahora entiendo todo y ser mamá es lo más bello que ha podido ocurrirme. Un saludo. @arkicin

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  2. Así es Cindi, convertirnos en mamás es algo muy fuerte en muchos planos y a veces lo vivimos en tan solitario que pensamos que sólo a nosotras nos pasa. Abrazos y gracias por leer! Buen día.

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