• Cuando los niños escuchan… de más



Tener hijos te obliga, inevitablemente, a modificar conductas, hábitos, costumbres y muchas cosas más. Algunas de estas cosas, las vas descubriendo sobre la marcha, otras te las anuncian antes de que nazca la criatura, otras más las intuyes y otras de plano caen de sopetón. Pero hay otras que no te cruzan ni 20 metros arriba de tu cabeza cuando te conviertes en mamá; en primera, porque al nacer los hijos básicamente sólo duermen y comen, bueno, algunos también pasan muchas horas llorando, pero nada más.

Las sorpresas van llegando con el tiempo y con el crecimiento de los hijos, y ahí es donde la cosa se va poniendo buena. Más o menos es hasta los tres años cuando puedes ir con tu hij@ a casi cualquier lado que dejen entrar niños: desayuno con amigas, fiestas familiares, fiestas de amigos, una café vespertino con otras mamás, y así. Puedes hablar con quien sea de lo que sea sin temor a ser interrumpida, que en todo caso es el menor de lo problemas, puedes hablar de lo que quieras sin temor a que esa conversación entre dos llegue a los oídos de un sinnúmero de personas. Y es que, aunque parezca que los chic@s están en su mundo inocente, concentrados en sus juegos o divertidos con su juguetes ¡ell@s están en TODO!

Al principio algunas anécdotas pueden parecernos graciosas, pero conforme van creciendo, su estado de alerta permanente sobre lo que las mamás hacemos y decimos deja de ser gracioso, al menos para nosotras.

La parte más complicada para mí ha sido las pláticas domésticas con otros integrantes de la familia (papá, abuelas, parientes), que se vuelven casi imposibles de terminar o concretar. Por ejemplo en la organización de un plan para el fin de semana, la compra de cualquier cosa, la visita a algún amigo, las actividades extra escolares, una salida de papá y mamá solos, o incluso recordar algún momento de la vida antes de tener hijos. La plática inocente puede convertirse en un tremendo interrogatorio tipo Ministerio Público, que con el paso de los minutos deriva en una batalla: “no quiero ir ahí”, “no me gusta esa comida”, “pero me compran algo”, etcétera, etcétera.

La cosa ha llegado a tal punto que, de plano y gracias a la bendita tecnología, a veces el papá y yo nos comunicamos con mensajes de texto o por chat para evitar ser descubiertos, interrumpidos o cuestionados. Cuando eso es imposible, optamos por hablar en otro idioma, ya que las frases en clave o ideas a medias este chamaco las pesca a una velocidad que da miedo.


Tener un hijo de cinco, casi siete años y una de dos que ya entiende mucho de lo que decimos, incluso aunque sea a medias, es vivir permanentemente con pajaritos en el alambre, siempre pendientes de qué hacemos y qué decimos sus papás. 

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